El Amigo de Van Gogh
La muchacha cerró los muslos, mientras se sujetaba el suéter gris de mangas amarradas a la breve cintura. Afuera la llovizna amenazaba con encontrarse con el amanecer, mientras el farol de la esquina agonizaba entre las brumas de ese París de marzo, sempiterno y cruel como cualquier ciudad, fría y nocturna, casi tanto como el escepticismo de la joven, el pedazo de pan untado con ajo y la copa violeta de calvados.
Huía de la intemperie y encontró el dulce confort de aquel café de Montparnasse, frente a los bajorrelieves que los turistas japoneses no habían dejado de fotografiar desde la mañana anterior. No era una emigrada, ni su país estaba en guerra, su documentación era perfecta, nunca fue interrogada por un prefecto de la policía. Sin embargo, la niebla se hizo más nítida en sus ojos azules cuando prendió el gauloise.
El hombre entrado en años que bebía infatigablemente frente a su mesa, sonrió como si hubiera ocurrido el milagro. "Es el mismo cigarrillo que fumaba Julio Cortázar". Le dijo. Ella no se inmutó, por lo demás no sabía quien era Cortázar. Levantó la copa de calvados y volvió a beber con sus labios naranjas y sensuales, el creyón de su lápiz labial dibujó un anagrama en el borde de la copa. Ella se quedó mirando la mancha. "Es un rochard", volvió a decir él. Entonces ella pareció notar su presencia. "Soy demasiado poco original, le dijo al extraño, siempre he visto en las manchas del rochard a mi padre pegándome, jamás he visto un murciélago". El señor se incorporó y se acercó con parsimonia ante ella. "Mi nombre es Giogno, Psicólogo por naturaleza". Ambos se sentaron a la mesa, el obeso cantinero que vestía un delantal empapado en salsas les preguntó si deseaban otra cosa. Ella dijo "Simplemente otra ronda de calvados".
Afuera la lluvia arreció y las gotas del diluvio corrían por el opaco cristal, en el que se reflejaba la luz del farol que agonizaba. "Viajé en tren desde Praga a Amsterdam y luego hice autostop hasta París; contó ella. Soy checa, aclaró, aunque ahora Eslovaquia no nos pertenece. Al menos ahora se puede viajar a París. Nunca había estado en el Oeste". Giogno replicó "Veo algo de gitano en tus ojos a pesar de que son azules". "Mi madre es húngara, debe ser por eso. Ella leía la palma de la mano, pero yo no". Dijo la joven y batió su cabello rojizo. Giogno le tendió la mano. "Yo sé que puedes leerla, aunque también sé que tienes miedo". Ella palideció. "Veo dibujos y jeroglíficos. Veo a un hombre triste dominado por sus fantasmas ..." "¿Conoces la historia de Van Gogh?". "Se cortó una oreja y se la mandó a una prostituta. ¿No?". "El era mi amigo, mi mejor amigo". Ella sonrió escéptica. "Esa debe ser otra de tus historias fantasmagóricas. El siglo XIX está muy lejos". Giogno retiró la mano de los jeroglíficos para responder "Yo vengo de allá".
Ya no quedaba nadie en el café, salvo ellos dos. El gordo cantinero les preguntó si querían escuchar música. "Maurice Chevalier", dijo ella. "¿Te han hablado del dulce encanto, del discreto encanto del coqueteo de Maurice Chevalier con los ocupantes nazis?" Preguntó él entre sardónico y locuaz. "No. Mas, algo de eso siempre ocurre. Mi país era un país ocupado por los rusos, ahora sigue ocupado. Pero tú me haces decir cosas que no son mías. Yo sólo vine a conocer París". "Y te haz encontrado conmigo". Le replicó Giogno. "¿No serás un evadido del manicomio como tu amigo Van Gogh?". "Traigo conmigo un regalo suyo. Un regalo por si alguien dudaba de nuestra amistad". "¿Qué tal era Van Gogh?". "Demasiado lúcido". "¿El también leía la palma de la mano de las muchachas solitarias en los cafés?". Giogno sonrió y volvió su mirada hacia las luces de los autos que se reflejaban en el vidrio, al sonido del aullar de la sirena. El señor Giogno se incorporó al filo de la madrugada y de aquella ciudad que amenazaba con volverse eterna. La muchacha lo miró con los ojos húmedos mientras el viento que entraba por la puerta la hacía estornudar. "Debo regalarte algo en prueba de fe". Musitó él. Hurgó en su bolsillo, sacó un sobre mustio y arrugado que en su interior guardaba una dádiva, una reliquia de su vieja amistad, un misterio iniciático. "Es la otra oreja de Van Gogh". Le dijo en un susurro.
Afuera amanecía.
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POEMAS
La suicida de Washington Avenu
Vivo en South Beach
un lugar de glamour y de mujeres altas y rubias
de piernas torneadas, doradas y largas.
Vivo en South Beach y debo ser un hombre feliz
pues vivo en South Beach.
Extraño demasiado el mar para irme a verlo,
pero en South Beach me voy a una pizzeria
y pido una ardiente pizza de espinacas
con queso azul.
Me voy allá y me tomo una cerveza,
e incluso tres
por eso de lo barato del precio.
Y es entonces que veo a la muchacha
que parece una adolescente,
americanita rubia atendiendo la barra
diligente de la pizzeria,
le sonrío y ella también me sonríe.
Todo parece estar muy bien, me digo,
aquí todo está perfecto y glamoroso
y es cuando distingo
mientras escucho "Hotel California"
en la radio del lugar,
es cuando veo las marcas de las venas
recién cicatrizadas en ambas muñecas,
de la suicida de Washington Avenu.
Nostalgias en Agricento
Poeta, no le hables nunca del Reino
a quienes no lo visitan.
Los seis peniques de la Luna
ya no están más en mi bolsillo
y detrás de la mampara de olivo
guardo solamente las efímeras y tontas cosas
de la nostalgia.
Y frente al balcón que mira al mar inútil
mi antigua prenda desnuda,
rescatada en una noche caliente e insular
y muy húmeda.
Pero solamente lo compartido como el pan
en las vísperas de mi largo viaje,
merecen ser anotados,
como los patios con cisternas
y los mismos poemas.
Por eso es que mi Casa está pintada del color salobre
de los sueños
y una puerta salida
al desván - gabinete
donde habita el duende solo
vestido con punto de hilo negro.
Poeta, no le hables nunca del Reino
a quienes no lo visitan;
a quien no le interesa.
¿Cómo podría el Reino anunciarse
con sus mañanas de aroma vago a tibieza de tierra
y tantas otras cosas que la dicha no cuenta,
como el fardo
la testuz de la bestia
el rocío del amanezco,
y el aceite que hierve en la marmita
y muy lejos se percibe?
¿Cómo poder decir aguacero y framboyán, natilla,
si ya he partido?
¿Cómo podré hablar de mi padre que duerme,
y del padre de mi padre que también duerme,
y en qué tierra yo a destiempo,
si las semillas que junto a ellos sembré
ya no están más en la canal
donde debían de hervir mis nobles nueces
y la misma tierra?
Pero luego ¿ahora qué importa?
Los anaqueles se han dormido y los libros
también duermen.
Poeta, entonces cuéntame, con voz muy queda
del Reino que tú tan bien conoces,
donde hay una canción de cuna
una nana muy vieja como los más crudos inviernos,
y los próximos cien años de mi abuela,
para consolar a los pobres niños
que se extravían en la noche oscura.
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