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JULIO A. PINO
Julio A. Pino
$13.95 Papel
$4.95  e-libro
 

Julio A. Pino
¿Nota autobiográfica?

Nací en Cuba, en la ciudad de Santa Clara, a las 7 y 40 de la tarde del 26 de Septiembre de 1959. Un tiempo y un lugar del que creo siempre será mi deber acordarme.  En cuanto a cualquier posible pasión cervantina; también es cierto. Me refiero, al arduo peregrinaje a la Roma de cualquier Texto Fundamental.  ¡Claro! Con la llegada de una relativa madurez uno se va curando de todos esos excesos, y  espera entonces llegar a no tomarse definitivamente en serio, pues empieza a conocer sus frágiles límites, sus puntos hilarantes, y que, al final, sólo quedan unas dos o tres obsesiones con las cuales saldar cuentas "literarias". Porque la literatura sólo es, para decirlo  parafraseando a Borges: "la diversa entonación de dos o tres obsesiones". Y ya nada tiene mucha importancia, tan sólo la necesidad trivial de apuntar algunos testimonios.
En cuanto al tiempo recorrido, todo ha sido un desastre, por eso es que me concilio tanto con lo vivido, al menos espero no haber transigido del todo. Dejé la enseñanza media a los 17 años para dedicarme a estudiar, a esa decisión le debo todas mis faltas de ortografía y la  dolorosa soledad de un cuarto de estudio, la pasión Unamuno, la pasión Rimbaud, la pasión Dulcinea del Toboso, como se ve todo un concierto de nobles pasiones.  En cuanto a las pasiones innobles -que son a veces las más vitales y necesarias, las irrenunciables- trato de dar honesto testimonio en mis textos, por  eso invito al amable lector  a que lea. ¿Saben? Me angustia mucho no ser leído, pero me angustia más no poder  tener siempre el valor para dar  el testimonio exacto. Algún día lo lograré. En cuanto a mi estancia en Miami, llegué a esta ciudad hace ya 15 años, algo me expulsó de Cuba, me dejó rendido en la otra orilla como un cuerpo exánime que es arrojado con furia después de un fuerte vendaval. Le debo a  Miami la sabiduría de creer en muy pocas cosas, aunque al fin y al cabo, luego de tantos años transcurridos, después de todo el tonto hastío en la ciudad de los saldos, Miami empieza a devenir  un lugar paradójicamente querible y mío.  Espero todavía poder vivir unos 20 o 30 años más que me permitan compilar algunos estudios, y si no los viviera, espero,  de todos modos, poder  pasármelo bien.

  El  Amigo de Van Gogh

La muchacha cerró los muslos, mientras se sujetaba el suéter gris de mangas amarradas a la  breve  cintura.   Afuera la llovizna amenazaba con encontrarse con el amanecer, mientras el farol de la esquina agonizaba entre las brumas de ese París de marzo, sempiterno y cruel como cualquier ciudad, fría y nocturna, casi tanto como el escepticismo de la joven, el pedazo de pan untado con ajo y la copa violeta de calvados.
     Huía de la intemperie y encontró el dulce confort de aquel café de Montparnasse, frente a los bajorrelieves que los turistas japoneses no habían dejado de fotografiar desde la mañana anterior.  No era una emigrada, ni su país estaba en guerra, su documentación era perfecta, nunca fue interrogada por un prefecto de la policía.  Sin embargo, la niebla se hizo más nítida en sus ojos azules cuando prendió el gauloise.
     El hombre entrado en años que bebía infatigablemente frente a su mesa, sonrió como si hubiera ocurrido el milagro.  "Es el mismo cigarrillo que fumaba Julio Cortázar".  Le dijo.  Ella no se inmutó, por lo demás no sabía quien era Cortázar.  Levantó la copa de  calvados y volvió a beber con sus labios naranjas y sensuales, el creyón de su lápiz labial dibujó un anagrama en el borde de la copa.  Ella se quedó mirando la mancha.  "Es un rochard", volvió a decir él.  Entonces ella pareció notar su presencia.  "Soy demasiado poco original, le dijo al extraño, siempre he visto en las manchas del rochard a mi padre pegándome, jamás he visto un murciélago".  El señor se incorporó y se acercó con parsimonia ante  ella.  "Mi nombre es Giogno, Psicólogo por naturaleza".  Ambos se sentaron a la mesa, el obeso cantinero que vestía un delantal empapado en salsas  les preguntó si deseaban otra cosa.  Ella dijo "Simplemente otra ronda de calvados".
     Afuera la lluvia arreció y las gotas del diluvio  corrían por el opaco cristal, en el que se reflejaba la luz del farol que agonizaba.  "Viajé en tren desde Praga a Amsterdam y luego hice autostop hasta París; contó ella. Soy checa, aclaró, aunque ahora Eslovaquia no nos pertenece.  Al menos ahora se puede viajar a París.  Nunca había estado en el Oeste".  Giogno replicó "Veo algo de gitano en tus ojos a pesar de que son azules".  "Mi madre es húngara, debe ser por eso.  Ella leía la palma de la mano, pero yo no".  Dijo la joven y batió su cabello rojizo.  Giogno le tendió la mano.  "Yo sé que puedes leerla, aunque también sé que tienes miedo".  Ella palideció.  "Veo dibujos y jeroglíficos.  Veo a un hombre triste dominado por sus fantasmas ..."  "¿Conoces la historia de Van Gogh?".  "Se cortó una oreja y se la mandó a una prostituta.  ¿No?".   "El era mi amigo, mi mejor amigo".  Ella sonrió escéptica.  "Esa debe ser otra de tus historias fantasmagóricas.  El siglo XIX está muy lejos".  Giogno retiró la mano de los jeroglíficos para responder "Yo vengo de allá".
     Ya no quedaba nadie en el café, salvo ellos dos.  El gordo cantinero les preguntó si querían escuchar música.  "Maurice Chevalier", dijo ella.  "¿Te han hablado del dulce encanto, del discreto encanto del coqueteo de Maurice Chevalier con los ocupantes nazis?"  Preguntó él entre sardónico y locuaz.  "No.  Mas, algo de eso siempre ocurre.  Mi país era un país ocupado por los rusos, ahora sigue ocupado. Pero tú me haces decir cosas que no son mías.  Yo sólo vine a conocer París".  "Y te haz encontrado conmigo". Le replicó Giogno.  "¿No serás un evadido del manicomio como tu amigo Van Gogh?".  "Traigo conmigo un regalo suyo. Un regalo por si alguien dudaba de nuestra amistad".  "¿Qué tal era Van Gogh?".  "Demasiado lúcido".  "¿El también leía la palma de la mano de las muchachas solitarias en los cafés?".  Giogno sonrió y volvió su mirada hacia  las luces de los autos que se reflejaban en el vidrio, al sonido del aullar de la sirena.  El señor Giogno se incorporó al filo de la madrugada y de aquella ciudad que amenazaba con volverse eterna.  La muchacha lo miró con los ojos húmedos mientras el viento que entraba por la puerta la hacía estornudar.  "Debo regalarte algo en prueba de fe".  Musitó él.  Hurgó en su bolsillo, sacó un sobre mustio y arrugado que en su interior guardaba una dádiva, una reliquia de su vieja amistad, un misterio iniciático.  "Es la otra oreja de Van Gogh".  Le dijo en un susurro.
Afuera amanecía.  



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  POEMAS

La suicida de Washington Avenu

     Vivo en South Beach
     un lugar de glamour y de mujeres  altas y rubias
     de piernas torneadas, doradas y largas.
     Vivo en South  Beach y debo ser un hombre feliz
     pues vivo en South Beach.
     Extraño demasiado el mar para irme a verlo,
     pero en South Beach me voy a una pizzeria
     y pido una ardiente pizza de espinacas
     con queso azul.
     Me voy allá y me tomo una cerveza,
     e incluso tres
     por eso de lo barato del precio.
     Y es entonces que veo a la muchacha
     que parece una adolescente,
     americanita rubia atendiendo  la barra
     diligente de  la pizzeria,
     le sonrío y ella también me sonríe.
     Todo parece estar muy bien, me digo,
     aquí todo está perfecto y glamoroso
     y es cuando distingo
     mientras escucho "Hotel California"
     en la radio del lugar,
     es cuando veo las marcas  de las venas
     recién cicatrizadas en ambas muñecas,
     de la  suicida de Washington Avenu.


Nostalgias en Agricento


     Poeta, no le  hables nunca del Reino
     a quienes no lo visitan.
     Los seis peniques de la  Luna
     ya no están  más en mi bolsillo
     y detrás de la mampara de olivo
     guardo  solamente las efímeras y tontas cosas
     de la nostalgia.
     Y frente  al balcón que mira al mar inútil
     mi antigua prenda desnuda,
     rescatada  en una noche  caliente e insular
     y muy húmeda.

     Pero solamente lo compartido como el pan
     en las vísperas de mi  largo viaje,
     merecen ser anotados,
     como los patios con cisternas
     y los mismos poemas.
     Por eso  es que mi Casa está pintada del color salobre
     de los sueños
     y una puerta salida
     al desván - gabinete
     donde habita el duende solo
     vestido con punto de hilo negro.

     Poeta, no le hables nunca del Reino
     a quienes no lo visitan;
     a quien no le interesa.
     ¿Cómo podría el Reino anunciarse
     con sus mañanas  de aroma vago  a tibieza de tierra
     y tantas otras cosas que la dicha no cuenta,
     como el fardo
     la testuz de la bestia
     el rocío del amanezco,
     y el aceite que hierve en la marmita
     y muy lejos se percibe?
     ¿Cómo poder decir  aguacero y framboyán, natilla,
     si ya he partido?
     ¿Cómo podré  hablar de mi padre que duerme,
     y del padre de mi padre que también duerme,
     y en qué tierra  yo a destiempo,
     si las semillas que junto a ellos sembré
     ya no están más en la canal
     donde debían de hervir  mis nobles nueces
     y la misma tierra?

     Pero luego ¿ahora qué importa?
     Los anaqueles se han dormido  y los libros
     también duermen.

     Poeta, entonces cuéntame, con voz muy queda
     del Reino que tú tan bien conoces,
     donde hay una canción de cuna
     una nana muy vieja como los  más crudos inviernos,
     y los próximos cien años de mi abuela,
     para consolar a los pobres niños
     que se extravían en la noche oscura.

        Angustia 1ra
         Una mujer ninguna


     Una mujer ninguna
me ha  mirado furtivamente
     cuando cruzaba la calle.
     Una mujer de cabellos rojos
y piernas perfectas.
     Una mujer rabelesiana hasta la médula,
     una mujer albatros,
     una mujer comadreja,
     una mujer desnuda y furtiva
     que pasaba por la calle
que está en la esquina
     que hay al frente de mi alma.

     Y yo me pregunto
     ¿a que viene eso ahora?
     Que ya sé   --todos mis amigos saben-
     que el romanticismo es un género literario
     un  frívolo modo de edulcorar las cosas,
     sobre todo las cosas
que preferimos que esten así
     como  tontamente prendidas  por el alfiler
de nuestras emociones taxonomizadas.
En verdad, después de la hora
de leer a Stendhal
--y de tantas cosas por hacer--
¿qué puede  importarme a mi
una luminosa mujer rabelesiana?
... con olor a ambar y a eucalipto en la piel,
una mujer dolorosamente húmeda como su vagina
que lee a Rimbaud y a Marx,
que sabe discutir de epistemología
que le gustan las copas de calvados
en un París lluvioso
en estos tiempos de entreguerras.
Que sabe mucho más que yo de cine
y que detesta a Miami
con la misma pasión con que yo lo amo.
Una mujer a la que yo puedo enseñarle  
--y me escucha atenta-
la diferencia entre la luz de invierno en el trópico
y la luz del verano.
Pero que no pierde mucho tiempo
en darle de comer a las gaviotas,
aunque prefiere las marejadas de los pilotes azules
del puerto
a las ringleras de las latas de los supermercados.
Que prefiere avanzar  
la mayor parte de las veces en luz roja
--aunque no tenga auto-
mas que preserva  para mí
la humedad de su vagina
a las 10 de la mañana
y a la hora en que se hace
más espantosa la noche.

Una mujer en fin,
como esa que  pasaba furtiva
a la hora del melodrama,
-"y de las dulces  noticias del corazón" --
frente a la puerta donde yo estaba sentado
con toda la angustia posible
con toda la angustia posible
que se pueda depositar en un poema.